JAVIER CANO

Ni en Dolni Vestonice ni los pobladores de Jirokitía, en la vieja isla de Chipre, la quisieron, sólo los santuarios de la muerte de Çatal Hüyük la acogieron con júbilo. Ni el guerrero de Saint-Germain-en-Laye, ni los habitantes de las oppidas, ni el soldado que empuñó la lanza y la espada en la “ría de Huelva, ni la Hygiea, diosa de la salud, de Ampurias la acogieron con agrado. Ni los íberos de Azaila, ni los numantinos del cerro de Garay, ni los arqueros de la apadana de Susa, ni tan siquiera Naransim, inmortalizado por sus hazañas en una estela, ni Seti I, de la XIX dinastía, en Karnak, fueron más allá de su llamada. Ni Atenea presidiendo la segunda guerra de Troya, ni la arrogancia de Trajano en la columna del foro romano, ni aquellos que sucumbieron en la matanza de inocentes, representada por el Maestro del Registrum Gregorii, hicIeron caso a sus cantos de sirena. Ni los caballeros de la tela bordada de Bayeux cuando lanzaron sus armas contra el jinete, ni los mongoles que tomaron Bagdad en la miniatura persa del año 1113, ni el caballero orante del pintor de Sopetrán la invocaron con tanta fuerza. Ni Paolo Ucello, con sus batallas casi irreales, ni Tintoretto contra los turcos, ni Pablo de San Leocadio cuando pintó a Santiago en Clavijo, ni el César Carlos, inmovilizado por Leoni, ni las miserias que El Bosco nos presentó como advertencia, como una prueba de qué sé yo, alcanzaron dimensiones tan grandes. Ni los que participaron en la reconquista de San Juan de Puerto Rico, de Eugenio Cajés, ni los de la defensa de Cadiz contra los ingleses, de Zurbarán, ni los velazqueños, como la manoseada pincelada, de Breda, ni los franceses que fusilaron el 3 de mayo de 1808, como testimonió Goya, ni Napoleón triunfante en el teatro de Eylau, en el teatro de la vida y de la muerte, recogido por Antoine-Jean Gros, rendirán ya cuantas a la Historia. Ni la libertad guiando al pueblo por encima de los cadáveres de Delacroix, ni las mujeres de Picasso huyendo de la mentira, ni los ritmos de la tierra de Tobey, ni las víctimas de la añeja Inquisición, de Vietnán o de la lista de Seelenfreund de Vostell, como alerta de lo poco que nos queda de humanismo, suman lo que vale la paz en tiempos de guerra, de una guerra que no tiene sentido, que no debe existir, que no debe habitar ni tan siquiera las partes más áridas de nuestro corazón desierto.
Javier Cano